Un cielo, unas montañas Donde había unas casas con cercos y flores y humo en los techos, y un hilo de agua que entre altos álamos mojaba a pájaros y estrellas un hombre habla sitiado por grises edificios a rostros que ya nadie ve en el aire. Su palabra escarba unos restos de sombras en el tiempo. Cuando esos días caminaron hacia la noche (la oscuridad todo lo quiere) él andaba por aquí, pero soñando. Ya no hay imágenes que digan, a la luz, esos tiempos. Entre voces y fuegos enterrados la vida suena tan distante. Soy ese que no es. Igual y extraño. Uno como borrado de su aniversario que llueve triste su alma aromas y sucesos como animales que no acaban de morirse. Todo esto trae un viento que se a puesto a soplar donde siento que mi barba y mi nombre son de un perdido pueblo. Ese hombre –ahora, aquí – de silencioso café y rodeado de turistas. Ese animal solo y balando, perdido del rebaño. Rumiando su sola verdad: un cielo, unas montañas. Contra un montón de ovido. Como un largo sueño Entrecerrados los ojos del corazón veo llegar las imágenes. Miro pasar, entre lentas lluvias, las noches de pesca de mi niñez, en un puente viejo y oloroso y siempre destiñéndose sobre aguas que pasan y pasan como un largo sueño poblado de tristes maravillas. Aparece Speridión, mi padre en su pesado bote lleno de amigos vestidos con gruesos silencios, empapados de muerte, todavía ahí, remando contra esa niebla espesa de tiempo; pero alegres de vinos y aventuras y cuentos poblados de peces imposibles... Más cerca, me llama Miguel, mi hermano panadero y músico volviendo, ojeroso, de fiestas sin fiesta hacia enharinadas cuadras fragantes de pan y medialunas; y a la vuelta de la última sombra, de frente al amanecer, escobillón y pala en mano, don Esteban Callegari, músico, soldado, zapatero remendón, maestro de la vida, viene barriendo esa calle final por donde ahora me voy con mi pesca de niño por un sueño ya muy lejos borrándose del alma. El cerro Era el cerro, entonces, lo que nos llamaba en la siesta a plomo sobre el pueblo. El cerro. Su voz de pájaro inmutable, de perdiz lejanísima; de crespín solo solamente silbándole al tiempo su pregunta sin tiempo. El mundo de los chivos. La frescura del viento contra el pecho desnudo (el viento, todo el viento moviendo los mollares, alisando las filosas crestas de la sierra...) : busco un pasado de leña. De tramperos; de hierbas fragantes. De hongos de coco y de nubes despeinándonos. Donde era el cerro y yo estoy bajo un alto quebracho, esperándome, llegan voces desde la quebrada más honda: mis compañeros siguen buscando el nido más cargado de trinos, cantando todavía cantando una canción cada vez más lejana, cada vez más borrosa, con mi propia voz perdiéndose en la de ellos. Vuelta a vuelta un eco me ronda por las siestas. El cerro. No es que estuviésemos más cerca del cielo; pero sé que estábamos mucho más cerca de nosotros mismos. La voz de Kelito Llegaba el frío y la Villa se abrigaba contra las montañas. Se adentraba en su vida la vida, con nosotros adentro. Y se hacía más pueblo el pueblo : con más luces en los ojos amigos que en las calles. Había –lo sigo viendo- la casa de manos abiertas de León Zárate; y de Oscar Dreich, de Nardo Spinelli; o de Roberto Acosta, donde andábamos el tiempo, todo el tiempo soñando el poema, enamorando la canción, y ya muy tarde la calle, fiel y anónima, escuchándonos y llevándonos siempre hasta la boca de la madrugada, como a sus deseosos amantes: en carne viva el alma... ...y si era viernes las palmas, los pañuelos encendían aquel “Fogón Serrano” todavía ardiendo desde donde entre el humo espeso de guitarras Enrique Romero viene, con un vino en la mano, a decirme al oído un último poema con la voz de Kelito, sonora de montañas: y fragante, y entonada: derecho al corazón de los años imborrables. Aldo Parfeniuk (de “Un cielo, unas montañas”) |
jueves, 11 de septiembre de 2008
Algunos poemas...
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