jueves, 11 de septiembre de 2008

Algunos poemas...




Un cielo, unas montañas



Donde había unas casas
con cercos y flores y humo en los techos,
y un hilo de agua que entre altos álamos
mojaba a pájaros y estrellas

un hombre habla
sitiado por grises edificios
a rostros que ya nadie ve en el aire.

Su palabra escarba unos restos
de sombras en el tiempo.

Cuando esos días caminaron hacia la noche
(la oscuridad todo lo quiere)
él andaba por aquí,
pero soñando.

Ya no hay imágenes que digan, a la luz,
esos tiempos. Entre voces y fuegos enterrados
la vida suena tan distante.

Soy ese que no es. Igual y extraño.
Uno como borrado de su aniversario
que llueve triste su alma
aromas y sucesos
como animales que no acaban de morirse.

Todo esto trae un viento que se a puesto a soplar
donde siento que mi barba y mi nombre
son de un perdido pueblo.

Ese hombre –ahora, aquí –
de silencioso café y rodeado de turistas.

Ese animal solo y balando,
perdido del rebaño. Rumiando
su sola verdad:
un cielo, unas montañas.
Contra un montón de ovido.


Como un largo sueño

Entrecerrados los ojos del corazón
veo llegar las imágenes.

Miro pasar, entre lentas lluvias,
las noches de pesca de mi niñez,
en un puente viejo y oloroso
y siempre destiñéndose
sobre aguas que pasan y pasan
como un largo sueño
poblado de tristes maravillas.

Aparece Speridión, mi padre
en su pesado bote
lleno de amigos vestidos con gruesos silencios,
empapados de muerte,
todavía ahí,
remando contra esa niebla espesa
de tiempo;
pero alegres de vinos y aventuras
y cuentos poblados de peces imposibles...

Más cerca, me llama Miguel,
mi hermano panadero y músico
volviendo, ojeroso, de fiestas sin fiesta
hacia enharinadas cuadras
fragantes de pan y medialunas;

y a la vuelta de la última sombra,
de frente al amanecer,
escobillón y pala en mano,
don Esteban Callegari,
músico, soldado, zapatero remendón,
maestro de la vida,
viene barriendo esa calle
final
por donde ahora me voy
con mi pesca de niño

por un sueño ya muy lejos
borrándose del alma.

El cerro

Era el cerro, entonces, lo que nos llamaba
en la siesta a plomo sobre el pueblo.

El cerro. Su voz de pájaro inmutable,
de perdiz lejanísima; de crespín solo
solamente silbándole al tiempo
su pregunta sin tiempo.

El mundo de los chivos.
La frescura del viento contra el pecho desnudo
(el viento, todo el viento moviendo los mollares,
alisando las filosas crestas de la sierra...) :

busco un pasado de leña. De tramperos;
de hierbas fragantes. De hongos de coco
y de nubes despeinándonos.

Donde era el cerro y yo estoy
bajo un alto quebracho, esperándome,
llegan voces desde la quebrada más honda:
mis compañeros siguen buscando
el nido más cargado de trinos,

cantando
todavía cantando

una canción cada vez más lejana,
cada vez más borrosa,
con mi propia voz perdiéndose en la de ellos.

Vuelta a vuelta un eco me ronda por las siestas.

El cerro.

No es que estuviésemos más cerca del cielo;
pero sé que estábamos mucho más cerca
de nosotros mismos.


La voz de Kelito

Llegaba el frío
y la Villa se abrigaba
contra las montañas.

Se adentraba en su vida
la vida,
con nosotros adentro.

Y se hacía más pueblo
el pueblo : con más luces en los ojos amigos
que en las calles.

Había –lo sigo viendo-
la casa de manos abiertas
de León Zárate; y de Oscar Dreich,
de Nardo Spinelli; o de Roberto Acosta,
donde andábamos el tiempo, todo el tiempo
soñando el poema, enamorando la canción,

y ya muy tarde la calle, fiel y anónima,
escuchándonos y llevándonos siempre
hasta la boca de la madrugada,
como a sus deseosos amantes:
en carne viva el alma...

...y si era viernes
las palmas, los pañuelos
encendían aquel “Fogón Serrano”
todavía ardiendo

desde donde entre el humo espeso de guitarras
Enrique Romero viene, con un vino en la mano,
a decirme al oído un último poema

con la voz de Kelito, sonora de montañas:
y fragante, y entonada: derecho al corazón
de los años imborrables.
Aldo Parfeniuk (de “Un cielo, unas montañas”)

No hay comentarios: